El arte de la observación

Me gusta mucho fijarme en la gente. Por ejemplo, esta mañana fui al médico para que me recetara gasas, esparadrapos  y cosas de esas que me gusta tener en casa cuando me corto partiendo jamón. Delante de mí entró un paciente que me llamó la atención. Cuando entré le pregunté a mi médico, con el que tengo mucha confianza, qué enfermedad tenía aquel tipo. Ya sé que eso es de cotillas, pero a veces entre la curiosidad y el cotilleo hay una delgada línea difícil de definir. "Nada, hombre, nada, estaba preocupado porque le duele la garganta, que es su instrumento de trabajo." No me atreví, por no parecer un cotilla, a preguntarle si era un cantante o profesor de la ESO. Me quedé con esa duda. Me limité a decir "vaya, pobrecito." "¡Qué…! Por lo que veo, ya estás buscando personajes para alguna novela, ¿no?", me dijo mi médico. Él, naturalmente, está al corriente de mi afición a escribir historias. Le dije que sí, que me gustaba fijarme en la gente para luego construir los personajes literarios. Pero no es verdad. La verdad verdadera es que me fijé en aquel hombre porque iba desnudo. Bueno, desnudo del todo no: llevaba un taparrabos. Además, vi un gran cuchillo-machete colgado de su cintura. Pero lo que más me llamó la atención es que llevaba de la mano a un mono. Sí, uno mono, o quizá fuera una mona, no sé; no soy un experto en primates. Y le hablaba. Concretamente le dijo: «Ankagua, Chita». Pero no sé lo que significa.