La señora que anteanoche se sentó a mi lado en el teatro me aseguró que se llamaba La Muerte. Yo no la creí, naturalmente. Sé que la muerte existe, pero no creo que le guste el teatro de Ionesco. Para seguirle el juego le dije que yo era rey y me llamaba Baltasar. Fingió creerme, o eso me pareció. Cuando terminó la función bebimos unos cantuesos sin hielo en un garito cercano al teatro. Coqueteamos un poco y nos intercambiamos los números de teléfono. Al salir a la calle, un hombre nos pidió fuego y ella le alargó un encendedor. Se miraron y él debió de ver algo en los ojos de la mujer, porque se alejó horrorizado. No le di importancia. Esta mañana, al leer el periódico me encontré con la noticia y la foto de un atracador que murió ayer después de robar en una sucursal bancaria: en la huida se estrelló con su moto contra un coche de la policía. No me cabe duda de que se trata del mismo hombre que nos pidió fuego hace dos noches al salir de un garito demasiado tenebroso llamado El Infierno. Marqué el número de la mujer que aseguraba llamarse La Muerte y una voz robotizada me informó de que ese número no existía. Luego me miré en el espejo y descubrí que mi piel era negra, muy negra, y sobre la cabeza llevaba un turbante de aire oriental, como el de los Reyes Magos. Supuse que sería otra alucinación más, algo que me ocurre cada vez que voy al teatro a ver una obra de Ionesco.