Era la primera vez que alguien me leía el futuro. Yo no creo en esas cosas. No sé por qué entré. Bueno, sí, porque la foto de la adivina me llamó la atención. Era una mujer bellísima. «Conozca su futuro por tres euros con cincuenta céntimos», decía el cartel con su foto. No había bola de cristal, como yo imaginaba, ni tarot, ni nada de eso. Ni siquiera me miró la palma de la mano, como yo esperaba. Únicamente me miró a los ojos y sin previo aviso me dijo muy seria: «Antes de dos días te habrás casado con la mujer de tu vida». Sonreí. Si yo hubiera tenido esposa, podría haberle destrozado la predicción; pero yo era un hombre soltero. Ella también sonrió. Ya he dicho que era bellísima, así que no lo repetiré. «¿Algo más sobre mi futuro?», le pregunté. «¿Te parece poco?» «No, en absoluto, con eso es suficiente, gracias, señora Adivina», le respondí con cierto retintín. Le dejé cinco euros sobre la mesa. «No tengo suelto», me disculpé. «Pues yo no tengo cambio», me respondió. «No importa, quédese con la vuelta». Ni siquiera me dio las gracias. Me levanté y me dirigí a la puerta. Justo antes de salir, me volví para mirarla por última vez. Sí, era bellísima —perdón por la reiteración—. «¿Quieres casarte conmigo?», me preguntó de sopetón. Tragué saliva para ganar tiempo. Me temblaba todo el cuerpo. «Sí», le respondí al cabo de unos segundos, «es lo que más deseo en este momento». Nos casamos al día siguiente. De eso hace ya quince años. Tuvimos mellizos. Físicamente se parecen a mí, pero en otras cosas son clavaditos a su madre. Por ejemplo, cada vez que voy a decir algo, se me adelantan y repiten mis palabras antes de haberlas oído. Se diría que me adivinan el pensamiento