Las dos personas a las que más recuerdo de mi ya lejana etapa de editor son a mi psicoanalista y a un escritor, joven promesa, que un día se presentó en mi despacho para ofrecerme su manuscrito inédito y recién terminado. Me explicó que llevaba años trabajando en aquella novela. Me habló de lo importante que era para él la escritura. Se llamaba Pepe Martínez. No me atreví a decirle que su nombre tenía poco gancho comercial, pero le sugerí que buscara un seudónimo, aunque fuera Miguelito mismo, por ejemplo, que sonaba más repostero. Era un tipo interesante; quizá demasiado entusiasta, como suele ocurrir con los escritores noveles e inexpertos. Me dejó el manuscrito y prometí responderle en unos meses. Cuando se marchó, le eché un vistazo al primer párrafo. Siempre me gusta leer el primer párrafo para tomarle el pulso al tono y a la escritura de los manuscritos. Decía así: «En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme…». No supe si reírme o llorar. En realidad hice las dos cosas, pero no al mismo tiempo, sino de forma alternativa. Al día siguiente, el Banco embargó las cuentas de la editorial y todos sus bienes por deudas e impagos varios. Ya no volví a saber nada de aquel tipo hasta que salí de la cárcel. Bueno, en realidad, me suelo encontrar su novela en algunas librerías que visito para curar la añoranza del pasado. Lo cierto es que su libro se vende mucho, pero ya no sé distinguir si es su propio libro o el de Cervantes. Quién sabe si Pepe Martínez me hizo caso y, finalmente, se puso un seudónimo, por ejemplo, Miguel de Cervantes Saavedra. No me extrañaría.