Hace menos de un mes, mi amigo Raimundo, que es algo hipocondríaco —como yo—, se despertó a medianoche con síntomas extraños. Me llamó de madrugada, como suele hacer cuando algo le preocupa mucho o poco, y me lo contó muy nervioso, al borde del colapso. Palpitaciones descontroladas —me dijo—, saliva espesa, arrebato, quemazón en la piel, vista nublada, zumbido en los oídos, sudor frío, estremecimiento incontrolado y palidez semejante a la del moribundo en el momento de claudicar a la vida. «Estoy muy asustado», me dijo, «¿crees que puede ser grave?». Como ya nos tenemos calados, que son muchos años, le pregunté si había conocido a alguna mujer en los últimos días. Me confesó que sí, que a una tal Carmen —el nombre es ficticio para respetar el anonimato—. Luego empezó a hablarme de Carmen como si fuera Talía, la musa del teatro. Le dije que no se preocupara, que leyera el poema de Safo que empieza “Me parece que es igual a los dioses...” y que luego llamara a Carmen para contarle lo que le pasaba, por si acaso a ella le ocurría lo mismo.
Naturalmente, mi amigo Raimundo no me hizo caso. En lugar de leer a Safo, al día siguiente fue al médico y le contó las mismas cosas que a mí. Por lo visto, su médico no había leído a Safo y, seguramente, Raimundo se olvidó de mencionarle a Carmen. De manera que le recetó beber mucha agua y zumos, reposo, ibuprofeno cada 8 horas y paracetamol, a la hora de dormir, si los síntomas persistían.
Desde hace casi un mes, cada vez que Raimundo queda con Carmen, al volver a casa se toma el ibuproferno, el paracetamol, dos litros de agua, tres de zumo y se mete en la cama a sudar. Pobre Raimundo.