De la memoria y otros olvidos

«Cada uno presume de lo que carece», escribió no sé quién en no sé qué libro, cuyo autor y título no consigo recordar.

 

Por ejemplo, yo siempre he presumido de carecer de memoria. No es que no tenga memoria en absoluto, sino que mi memoria es tan frágil y quebradiza que a veces olvido incluso la edad que tengo o el año en el que estamos. No es nada nuevo, ni producto de la edad, sino una carencia intrínseca que arrastro desde mi infancia.

 

La semana pasada, sin ir más lejos, conocí en no sé qué sitio a un tipo algo excéntrico que presumía de lo mismo (falta de memoria), y eso me hizo despertar mi vena competitiva. El caso es que nos pusimos a contar anécdotas de nuestros olvidos memorables, y después de describir con detalle un par de olvidos dignos de aparecer en el «Libro de los Grandes Olvidos de la Historia», aquel tipo, cuyo nombre he olvidado, me contó que una madrugada recibió un wasap misterioso y escueto en el que decía: «Te amo apasionadamente». Dice que sintió una curiosidad tremenda y un gran morbo por saber quién le había escrito aquello tan «pasional», tan romántico, tan… tan… no me acuerdo lo que dijo. Durante días, semanas y meses estuvo elucubrando sobre la identidad de aquella misteriosa mujer que le escribía wasap de amor (él siempre supuso, o quiso suponer, que se trataba de una mujer, vaya estupidez). Y al cabo de los meses sufrió una gran decepción al descubrir que había sido él mismo el que se había mandado el wasap para saber qué se sentía al recibir esos mensajes nocturnos y anónimos cargados de misterio y morbo. Pero se había olvidado de que se lo había autoenviado.

 

«¿Cómo puede ser que alguien se mande un wasap a sí mismo? Eso es técnicamente imposible», le dije. Entonces, con mucha paciencia, aquel tipo me explicó que él era vendedor de enciclopedias y que tenía dos teléfonos, uno particular y otro de empresa: es decir, se había enviado el wasap de un teléfono a otro. Aquello de ser vendedor de enciclopedias en el siglo XXI me picó aún más la curiosidad. Así que seguí preguntando:

 

«¿Vendedor de enciclopedias? ¿Puede alguien hoy en día ganarse la vida vendiendo enciclopedias cuando Wikipedia ha acabado con el universo de los tomos a plazos?» La respuesta me dejó tan perplejo que no he conseguido olvidarla, a pesar de mi tendencia a borrar las cosas de mi memoria.

 

Aquel tipo me contó que había trabajado muchos años en una empresa de enciclopedias, hasta que lo despidieron por ruina y cierre del negocio. Sin embargo, cada mañana se levantaba, cogía su maletín, montaba en su automóvil y recorría las ciudades de la provincia con el catálogo de la enciclopedia. ¿Por qué lo hacía? Porque no conseguía recordar que el negocio de las enciclopedias estaba muerto, que lo habían despedido de la empresa y que llevaba más de treinta años en el paro. Ni siquiera se acordaba de que debía buscar un nuevo trabajo más acorde a los tiempos.

 

Después de oír aquella explicación me di por vencido y lo consideré ganador absoluto de aquella absurda competición que había emprendido con un tipo al que no conocía, o mejor dicho, del que no me acordaba a pesar de que habíamos ido a la escuela juntos desde que teníamos seis años. O quizás fueran siete, no me acuerdo. Aunque ahora me parece recordar que mi amigo se llamaba Raimundo, o algo así.