Confieso que tengo cierta facilidad para conocer a gente interesante. Es cierto. No obstante, creo que cada día me supero. Por ejemplo, ayer conocí al grandísimo dramaturgo don Félix Lope de Vega en persona. Y fue de la forma más natural, como me ocurre siempre desde que era un chavalín, más o menos.
Estaba yo acodado en la barra de un bar, tomando un café y leyendo a Schopenhauer —cosa que suelo hacer todos los lunes— cuando se sentó a mi lado un caballero muy educado que mostró interés por mi lectura. Puesto que no es frecuente que esto ocurra cuando leo a Schopenhauer en espacios públicos, sino más bien cuando leo el Marca —cosa que suelo hacer los martes—, decidí entablar de forma natural una conversación con aquel tipo tan empático.
El caso es que a los cinco minutos ya hablábamos como si nos conociéramos desde parvulitos. En esas estábamos cuando aquel hombre, que dijo llamarse Félix, me preguntó por mi profesión. Con un poco de pudor, le confesé que yo era novelista. Luego le mencioné media docena de títulos míos, por no ser muy pesado, y le resumí en apenas media hora mi carrera literaria. Fue un verdadero ejercicio de síntesis, pues tengo una tendencia natural y congénita a la digresión y las dispersiones. Le dije, además, mi apellido por si daba la casualidad de que había oído hablar de mí. Pero no, no había oído hablar de mí. Eso habría sido ya el no va más.
Cuando le pregunté a qué se dedicaba él, me dijo que era autor de teatro. Ante mi asombro me confesó en voz baja que escribía teatro en verso y que se apellidaba Lope de Vega. No fue ya asombro, sino perplejidad, saber que me encontraba ante el dramaturgo más grande del Siglo de Oro, incluso de todos los tiempos si me apuran. Me contó de manera confidencial que su longevidad estaba siendo estudiada por algunos científicos, pues eran pocos los casos de personas que alcanzaran una edad provecta como la suya. Le hice unas cuantas preguntas, picado por la curiosidad, y me di cuenta de que, aunque físicamente estaba muy bien, sin embargo su memoria flojeaba. Por ejemplo me dijo que era autor de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, que como todo el mundo sabe no es de Lope sino de Cervantes. Por el contrario, le atribuyó a su rival, Cervantes, la obra El perro del Hortelano. Le disculpé aquellos pequeños lapsus, por supuesto, y no quise hacerle ver su error.
Estuvimos hablando largo y tendido —más largo que tendido— hasta que alguien lo llamó por teléfono. Resultaba chocante ver al gran Lope de Vega hablando por un iPhone X. Por sus palabras cariñosas y mimos supuse que hablaba con una mujer o quizás, tratándose de Lope, con alguna de sus amantes. Aproveché que no me miraba y lo observé detenidamente. Vestía traje de Armani, zapatos Martinelli y maletín de ejecutivo Samsonite. Su corbata me pareció preciosa. Quién te ha visto y quién te ve, pensé para mis adentros.
Oí que le decía a su mujer —más bien su amante, supuse— que ya estaba en la puerta de casa. Menudo pillín, pensé. Luego se dio la vuelta para que no lo oyera nadie y me pareció que le decía que se había entretenido porque se había topado con un loco muy divertido y se le había pasado la hora. «Se me ha ido el santo al cielo», dijo concretamente; expresión muy de Lope, por cierto. Al despedirnos, un poco apresuradamente, me dio su tarjeta. Al principio me sentí desconcertado, pues aunque su nombre era Félix, efectivamente, sin embargo su apellido era Martínez. Supuse que lo había falseado para evitarse molestias y explicaciones con la gente incrédula.
El caso es que llegué a casa feliz y emocionado por haber conocido en persona al gran dramaturgo a quien todos creían muerto desde 1635. Luego me llamó mi amigo Raimundo por si quería acompañarlo a un partido de waterpolo que había no sé dónde. Cuando le conté mi encuentro con Lope de Vega se enfadó mucho conmigo. Me dijo infeliz, ingenuo, faba, idiota de mierda y no sé cuántas cosas más. A veces, me dice estas cosas sin venir a cuento, o por un enfado temporal y pasajero. Y al final me quedé con la duda de si se había enfadado conmigo por no acompañarlo al partido del waterpolo o porque se moría de envidia por no haber conocido, como yo, al mismísimo Lope de Vega.
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