Mi amigo Raimundo, que viaja mucho desde que se divorció, tiene una manera muy peculiar de medir los índices económicos y el progreso de los países que visita. Sostiene Raimundo que el grado de riqueza, confort e incluso la renta per cápita se puede deducir de la calidad del papel higiénico que ofrecen a sus clientes los hoteles. Asegura Raimundo que esta forma de medir la economía es más efectiva que los datos macroeconómicos y los informes financieros y políticos.
Sostiene Raimundo, por ejemplo, que una cadena hotelera —pongamos los hoteles Marriot— utiliza un papel higiénico de una calidad determinada en EE. UU., y otra diferente en Alemania. Y esa diferencia refleja las diferencias económicas y otros índices de confort de los dos países. Igualmente, el papel higiénico de los hoteles de Senegal es de distinta calidad de los de Tanzania, por mencionar dos lugares que ha visitado recientemente. Y las diferencias económicas, etcétera, etcétera de ambos es directamente proporcional a la diferencia de sus respectivos papeles higiénicos.
Mi amigo Raimuindo lleva más de año y medio escribiendo un ensayo sobre este asunto. Y lo que me molesta no es lo absurdo de sus afirmaciónes. Lo que me molesta realmente es que me ha contagiado esa estúpida manía de comparar el papel higiénico. Y estoy empezando a perder a algunos buenos amigos por su culpa.
Sin ir más lejos, anoche estuve en Barcelona por un asunto que ahora no viene al caso, y me invité a cenar en la casa de Marta y Xavi, amigos a los que aprecio y quiero a partes iguales. El caso es que después de beberme con ellos una cerveza o diez (se me da mal lo de llevar la cuenta), tuve que ir al baño por imperativo fisiológico. Y, claro, no pude evitar fijarme en la calidad del papel higiénico. Y en un arranque de sinceridad nada frecuente en mí, les comenté que su nivel cultural, económico e incluso empático no estaba en concordancia con la calidad de su papel higiénico. Reconozco que tal vez insistí en esta cuestión más de lo que podría considerarse cortés. Estuve resumiéndoles las teorías de mi amigo Raimundo, sin mencionarlo, hasta las 4 de la madrugada. Me escucharon circunspectos y respetuosos, como suelen hacer. Nada dijeron. Nada objetaron. Sin embargo, hoy al volver a casa los he llamado varias veces y no responden. Les he mandado wasaps, correos electrónicos y mensajitos por messenger, a pesar de que apenas lo utilizo. Hace menos de una hora, después de innumerables intentos fallidos, una voz femenina muy agradable me ha dicho por teléfono: «El número que ha marcado no existe». Luego lo ha repetido hasta tres veces, creo.
Y si ahora estoy con la mosca detrás de la oreja, por decirlo de manera coloquial y sin dramatismo, no es porque hayan decidido dar de baja el teléfono sin informarme del nuevo número, sino porque la voz de la operadora se parece demasiado a la de Marta.