Odio hablar por teléfono cuando viajo en tren. Por lo general no respondo a las llamadas hasta que termina el viaje. En rigor debería decir que únicamente respondo cuando me llama mi madre, porque sé que se preocupa si no contesto a sus llamadas y termina dando por hecho que el tren se ha incendiado, ha descarrilado, o algo mucho peor. En esos casos excepcionales, cuando hablo mientras ella me da consejos saludables por teléfono («abrígate cuando llegues», «no bebas bebidas con hielo», «mira a los dos lados antes de cruzar la calle» y cosas por el estilo), finjo que hablo con el presidente del Gobierno, y le respondo a mi madre cosas como «sí, señor presidente», «lo incluiré en el orden del día del próximo Consejo de Ministros, señor presidente», «se lo comunicaré a la presidenta del Congreso de Diputados, señor presidente» y cosas así. Y mi madre no se lo toma a mal, porque sabe que es mi forma de preservar la intimidad en público. Sin embargo, hay personas que no tienen ningún pudor en airear sus intimidades cuando viajan en tren. Es más, yo creo que disfrutan.
Eso es precisamente lo que experimenté hace unos días, cuando viajaba codo con codo con un señor anónimo que no paró de hablar por su móvil durante todo el viaje. Además de conocer el nombre, la edad e incluso la talla de pantalón de su amante, con la que hablaba todo el rato, supe que ambos eran de un pueblecito de Toledo. Deduje que ella era su amante por algunas frases sueltas muy propias de este tipo de relación: «mi churripichurri», «mi repollín», «mi conejito», «mi gatita de angora» y otras cosas por el estilo. Supe también que los dos eran capricornio y estaban planeando asesinar al esposo de la susodicha. Él le daba instrucciones muy precisas sobre cómo debía darle de beber más vino de la cuenta durante la cena, cómo debía salir con él al balcón para que se le pasara el mareo y cómo, finalmente, debía empujarlo sin violencia para que el cuerpo del esposo cayera al vacío por su propio peso y se esclafara cual huevo pasado por agua en contacto con el asfalto. Increíble. Luego, mi acompañante anónimo resolvía con toda naturalidad las dudas que su amante le iba planteando sobre la marcha. Se diría que estaba habituado a asesinar a esposos de amantes y gente así.
En los días siguientes estuve muy al tanto de la Sección de Cultura y Sociedad de varios periódicos, que es donde se cuentan últimamente este tipo de noticias de interés general. Pero nada. Me extrañó también que la noticia no abriera los noticiarios de las principales cadenas. Es más, ni siquiera se mencionó en las radios locales, ni en la televisión por cable de ese pueblecito de Toledo, ni en Facebook —que ya es decir—. Nadie hablaba de la caída de un hombre al vacío en estado de ebriedad, ya fuera de forma accidental o con premeditación y alevosía.
La conclusión a la que he llegado después de una semana de silencio en los medios es que ese hombre no estaba hablando con su amante, sino con su madre, quien sin duda le estaría diciendo que se abrigara, que tomara una aspirina efervescente al llegar a casa y que no cruzara los semáforos en rojo. Vamos, lo que dicen siempre las madres. Y, sin duda, mi acompañante anónimo pensó que la mejor manera de preservar su intimidad era fingir que estaba planeando un crimen perfecto. ¡Hay que ver qué retorcidas son algunas personas! En fin…