Sostiene mi amigo Raimundo que la mejor manera de fomentar la lectura entre los jóvenes y las jóvenes es prohibir los libros. A mí me parece un poco exagerado, pero a veces me entran serias dudas.
Resulta que en algunas bibliotecas de colegios han empezado a hacer “limpieza” de libros sexistas, eliminándolos de las estanterías. Hasta ahí todo bien, o medio bien. Parece una forma lógica de que los niños y las niñas no se eduquen en la lectura de libros que favorecen la desigualdad entre géneros. Pero ahondando en la noticia resulta que solo el 10% de los libros infantiles cumplen esta regla de igualdad. El 30% son claramente sexistas y el 60% están en la cuerda floja y son sospechosos de serlo. Parece mentira.
Y, claro, como hay mucho iluminado e iluminada en el mundo, mi amigo Raimundo ha decidido aprovecharse de la coyuntura y hacer negocio con el asunto de la “prohibición” académica. No sé cómo lo ha hecho, pero ha conseguido convencer a su sobrino de ocho años para que venda en el mercado negro los libros "censurados". Raimundo se los facilita y su sobrino se dedica en los recreos a ofrecer a sus compañeros y compañeras aquellos libros que no pueden encontrar en la biblioteca: Caperucita Roja, Blancanieves, El Sastrecillo Valiente, La Bella Durmiente, Cenicienta… El catálogo es más extenso de lo que uno pudiera imaginar. A veces tiene que regatear el precio, pero por lo general los chicos y las chicas están dispuestos a pagar lo que sea por algo que está "prohibido" para menores de edad, incluidas las pastillitas de la risa y las cachimbas de agua. En una semana han colocado en el mercado negro las obras completas de Hans Christian Andersen, los Hermanos Grimm y Charles Perrault.
A mí, con los apuros económicos que pasamos algunos escritores y escritoras, me dan ganas de vender en parques y jardines —anunciando en voz baja que pronto serán libros prohibidos— las obras de Flaubert, Tolstoi, Sthendal, Lampedusa y más de la mitad de mi biblioteca. Aunque, puestos a empezar, empezaría por Lolita, la Ilíada, El Quijote, Los hombres que no amaban a las mujeres y unos cuantos más que me ocupan mucho espacio y tengo repetidos y tripitidos. Pero debo reconocer que soy una persona pusilánime y luego, cuando llega la hora de la verdad, me entra el canguelo y no me sale ni la voz del cuerpo. Al final terminaré quemándolos en la estufa de leña cuando me corten el gas, que ya no falta tanto.