Siempre me ha dado mucha envidia la gente que se encadena a cualquier sitio para reivindicar lo que sea. El sitio es lo de menos; y la reivindicación, también. Hace un tiempo decidí que no quería morirme sin haberme encadenado a algo al menos una vez en mi vida para reivindicar lo que se me ocurriera.
Y así fue como una mañana de abril me encadené a una boca de incendio de la Quinta Avenida de Nueva York, donde pasaba yo unos días de vacaciones con un amigo de Moratalla. Y de repente hubo un incendio en un rascacielos cercano y llegaron los bomberos con sus camiones, sus mangueras y toda la parafernalia. Entonces me pidieron por favor que me desencadenara, porque necesitaban la boca de incendio para hacer su trabajo, como es natural. Y les dije que no, que yo no me desencadenaba hasta que se cumpliera mi reivindicación. Y cuando me preguntaron cuál era mi reivindicación se me ocurrió decir: « Reivindico la paz». «¿Podrías concretar un poco más?», me preguntó el jefe de bomberos en un inglés muy de Nueva York. Y yo le respondí: «No me desencadenaré de aquí hasta que los gobernantes de todos los países declaren el alto el fuego de todas las guerras y firmen una paz duradera». Y enseguida acudió un señor que debía de ser muy importante, y luego otro. Y se presentó también el Secretario General de la ONU, que ahora no me acuerdo cómo se llamaba. Y me invitó a subir en su coche, y luego fuimos a la Casa Blanca a hablar con el presidente de la nación, que era afroamericano, o de por ahí. Y fueron todos muy amables conmigo. Me invitaron a hablar en la ONU y di el mejor discurso de mi vida. Bueno, si no fue el mejor, al menos fue el más largo y emotivo. Y una semana y media después, más o menos, se acabaron todas las guerras del mundo.
En realidad, lo que acabo de contar me lo he inventado. Yo es que me invento mucho las cosas. No es que mienta, sino que adorno las ideas que se me ocurren. Algunas personas se las creen y otras no, pero mi médico de la Seguridad Social me ha dicho que es bueno que escriba las cosas que me invento, porque así no voy por ahí mintiéndole a la gente a la cara y quedando fatal. Yo confío mucho en mi médico, porque en 1969 curó a un astronauta que se resfrió en un cohete espacial por culpa del aire acondicionado. Y lo más sorprendente de todo es que lo curó desde la Tierra, mientras el astronauta, que se llamaba Armstrong —como el trompetista de Nueva Orleans—, estaba dando vueltas a la Luna para encontrar un hueco donde alunizar.
Y, por cierto, hablando del trompetista Louis Armstrong, no sé si he contado que mi padre almorzó una vez con él en el Bar 33. Sí, el Bar 33 es un bar de mi pueblo. Un Domingo de Ramos entró mi padre al bar y se encontró a Louis Armstrong comiendo un plato de oreja frita (a pesar de ser Cuaresma), que la hacen mucho más rica que en el Hotel Ritz de Berlín. Y mi padre le dijo…
Bueno, ahora no puedo seguir contando la historia porque tengo que tender una lavadora. Bueno, no la lavadora, sino la ropa que hay dentro de la lavadora, porque ayer entré a una pirámide de Egipto, por casualidad, y me puse perdido de telarañas y otras cosas que ahora no vienen a cuento. Además, no sé por qué, tengo la sensación de que nadie me está creyendo, y al final voy a quedar como un mentiroso, que es lo que me pasa siempre que empiezo a contarle mi vida a gente desconocida. En fin…