Una vez me dediqué a mí mismo un libro escrito por mí. Me hacía ilusión y ya está. Yo soy así, a veces. Se trataba de una primera edición de El criador de canarios, que en realidad no tuvo más que una edición que pasó sin pena ni gloria. Tengo cajas enteras de ese libro criando polvo en el trastero. La dedicatoria me quedó muy chula, si se me permite la inmodestia.
El caso es que luego le presté el libro a un amigo (por llamarlo de alguna manera) y no me lo devolvió. Pasaron los meses, los años y aquel al que yo había considerado “amigo” no hacía ni siquiera el amago de restituirlo a su dueño genuino, a pesar de mis discretos requerimientos. Llegó un punto en que ni me devolvía las llamadas ni respondía a mis requisitorias por WhatsApp.
La semana pasada me enteré de que esta “persona” (no me gusta hablar mal de los muertos) había fallecido. Y decidí asistir a su funeral y reclamar la devolución de mi ejemplar dedicado por el autor, es decir, por mí mismo.
Fue así como me presenté en el Tanatorio la Siempreviva de Alicante. El nombrecito se las trae, pero no se lo puse yo. Lo que quiero contar es que le di el pésame de rigor a la viuda, ya se sabe, «te acompaño el sentimiento», «no somos nadie», «lo que es menester es lo que es menester» y otras formalidades que se usan en estos casos desde el origen de los tiempos. Luego, sin levantar la voz por no molestar ni llamar la atención de los dolientes, le hablé del libro en cuestión y le pregunté con educación si podía devolvérmelo lo antes posible, no fuera a ser que entrara en depresión por la muerte del esposo y se volviera olvidadiza por culpa de la medicación. La señora me gritó como una energúmena. Me dijo de todo (el pudor y la educación que recibí en la infancia me impiden reproducir sus palabras). Y, para colmo, el resto de los dolientes, e incluso los empleados de pompas fúnebres, se pusieron de su parte. Y lo más seguro es que ninguno de ellos había leído mi libro.
En ese mismo lugar y sobre el cadáver aún caliente de mi examigo juré, poniéndolo a él por testigo cual Scarlett O´Hara masculino, que nunca volvería a prestarle a nadie ningún libro dedicado, y mucho menos si sospecho que tiene posibilidades de morirse, o algún tipo de intención de hacerlo. Mi paciencia tiene un límite. Faltaría más.