Viajes y otras injusticias

Mi pasión por los viajes surgió a los pocos meses de nacer, cuando mi madre empezó a sacarnos a pasear a mi hermana y a mí en un enorme carricoche marca Jané y nos daba un garbeo por el pueblo con alguna parada, a veces, en el Círculo Mercantil o en los bancos de la Glorieta. Por entonces, en mi escasa experiencia viajera, yo regresaba a casa con la sensación de haber dado la vuelta al mundo. Aquellos primeros viajes marcaron mi vida para siempre.

 

Cuando cumplí dieciocho años y marché a estudiar fuera, mi mayor anhelo, además de aprender mecanografía, era viajar a lugares lejanos y, a ser posible, exóticos, como aquellos de mi infancia. Pero la economía precaria de un estudiante becado no daba para muchos dispendios, así que decidí viajar de forma económica y a mi particular manera

 

Recuerdo que cogía una pequeña maleta, cuyo modelo se conocía como “Fin de Semana”, echaba dentro una máquina de fotos, un par de libretas, media docena de bolígrafos, un paraguas por si llovía, una gorra por si hacía sol y dos o tres bocadillos de morcilla del Parrulo, que traía de casa cada vez que iba a visitar a mi familia al pueblo haciendo dedo, es decir, autostop. Subía entonces en el autobús urbano, casi al amanecer, y emprendía una ruta (podría decir "periplo", pero temo a los puristas tanto como a los dánaos) por toda la ciudad. Me bajaba en cada barrio, me sentaba en algún parque, o en la terraza de una cafetería frente a un mercado, por ejemplo, y me dedicaba a observar a la gente y a fotografiarlo todo.

 

Imaginaba que estaba en otras ciudades, en otros países, en otros continentes. Me gustaba hacerme pasar por extranjero, pero como apenas hablaba idiomas “útiles” utilizaba el latín; por entonces yo creía que sabiendo latín se podía recorrer el mundo, excepto Norteamérica y Gran Bretaña. Pedía una cerveza de barril fría, con acento pompeyano: “Ego volo captam cervisiam frigidam, pace tua”. Y, si no me entendía el camarero —cosa que solía ocurrir—, señalaba el grifo de cerveza y ya está. Eran viajes apasionantérrimos que terminaban cerca de la medianoche, como el sueño de Cenicienta, justo la hora en que dejaban de circular los autobuses urbanos. Ni siquiera años después al pie de la pirámide de Keops o delante del Taj Mahal he vuelto a sentir emociones tan intensas.

 

En los días siguientes a mis viajes invitaba a todo el mundo a casa con cualquier pretexto: a los amigos, a los compañeros de clase, a las amantes, al portero del edificio, que recuerdo que era cojo y tenía mal genio. Y en mitad del pretexto inventado les hablaba de mis viajes, les enseñaba las fotos, les contaba las cosas no como habían ocurrido, sino como yo las imaginaba. En una palabra, las adornaba y las hacía muy interesantes.

 

Con el tiempo, los examigos, los excompañeros, las examantes (también el portero) dejaron de aceptar mis invitaciones. Me dolió, debo reconocerlo, que me huyeran de aquella manera con frecuencia indisimulada. No obstante,  seguí viajando por la ciudad unos años, pero dejé de narrar mis viajes a quienes no estuvieran interesados, que eran todos (también debería decir "todas").

 

Ahora que han pasado los lustros, aquellos mismos que huían de mis crónicas de viajes han empezado a utilizar las redes sociales (yo también lo hago) para mostrar sus propios viajes y el exotismo de sus vidas. Y, cada vez que entro en Instragram, veo las fotos de los examigos, excompañeros, examantes (el portero ya murió): los lugares a los que viajan, los restaurantes que visitan, incluso las habitaciones de sus casas cuando ponen un cuadro nuevo o una cheslong comprada en Ikea o en Chollosofá. No me molesta su exhibicionismo, pero me pregunto qué diferencia hay entre lo que ellos hacen ahora y lo que hacía yo en mi juventud, divino tesoro, con toda la ilusión y el amor por compartir mis experiencias. Y por mucho que me lo pregunto no encuentro respuesta que me convenza ni me consuele. Como decía el sabio Calimero: «Esto es una injusticia, amiguitos».