Cuando tenía ocho años me enamoré perdidamente de una azafata de vuelo que me cuadruplicaba la edad. Se llamaba Ana, pero todos le decían Anita. Era muy amiga de mi madre y clienta de la tienda de mi padre. Me parecía la mujer más elegante del mundo: elegante en el vestir y elegante en la forma de moverse, de hablar, de gesticular. Vestía siempre como si acabara de salir de una revista de moda. Era dulce, educada, prudente y bella, muy bella, la mujer más bella que había visto jamás, a mis ocho años.
La veía entrar en la tienda y la imaginaba con su uniforme de azafata, su gorrito rojo graciosamente ladeado sobre la cabeza, el pañuelo azul haciendo juego con la falda, los zapatos de tacón, el bolso con el logotipo de la compañía aérea. Y me dejaba llevar por la imaginación. A veces la veía por la calle, en la distancia, y parecía que caminara entre las filas de asientos de un Aribus A300 en vuelo transoceánico. Entonces me quedaba paralizado: el mundo se paralizaba, la vida se paralizaba, todo se paralizaba excepto mi corazón, que corría desbocado y arrítmico, cual gacela perseguida por una lanza suajili. Luego, cuando Anita desaparecía de mi vista, el mundo seguía su curso como si nada.
No recuerdo cuánto tiempo amé locamente a Anita. No recuerdo cuándo empecé a olvidarla. Y tampoco recuerdo cuándo se borró del todo de mi memoria. Creo que a los diez años ya se me había pasado el enamoramiento total o parcialmente. Quizá fue porque Anita se marchó a vivir lejos, o porque no volvió por la tienda, o porque se quedó en alguna ciudad con aeropuerto al otro lado del océano y no volvió a su pueblo, a nuestro pueblo.
Ayer estuve en casa de mi madre y, mientras mirábamos la primevera a través de la ventana, me preguntó si me acordaba de Anita. Le dije que sí, que me acordaba perfectamente. «Pues murió la semana pasada», me dijo con tristeza. «¿Y dónde vivía?», le pregunté. «En Sabadell. Se fue a trabajar allí en el 72 o 73». «¿De azafata?». Mi madre tardó unos segundos en responder: «No, en una peluquería. Era peluquera, ¿no te acuerdas?». «No, no me acuerdo. Yo pensaba que era azafata». Mi madre guardó un silencio característico en ella cuando no está segura de algo. Es posible que no supiera si le hablaba en broma o en serio. Pero yo hablaba en serio, muy en serio.
Soy incapaz de recordar cómo llegué a la conclusión de que Anita era azafata. En rigor, nadie me lo dijo nunca, no se lo escuché decir a nadie, ni jamás lo pregunté. Supongo que simplemente me gustaba creer que era azafata. Eso debe de ser lo que ocurrió. Ahora intento pensar en Anita, ya mayor, poniendo rulos en una peluquería de Sabadell, tintando cabellos, cardando, dando conversación a las clientas. O jubilada ya. Y, sin embargo, sigo viéndola con su gorrito graciosamente ladeado, el pañuelo azul, los zapatos de tacón y el bolso con el logotipo de la compañía, paseando por la calle Mayor con aquella elegancia que por entonces no había visto más que en las actrices de cine. Son las trampas de la memoria.