La sabiduría de los refranes

Anoche me llamó de madrugada el presidente de los Estados Unidos. Todavía estoy que no me lo creo. Cuando me dijo quién era, me di un susto de mil demonios. Se conoce que con la diferencia horaria y todo eso no se había dado cuenta el pobre de lo tarde que era en España.

 

Me explicó que no me llamaba por nada en particular: simplemente quería saber mi opinión sobre una serie de cuestiones de Estado y cosas así que le preocupaban mucho. Estuvimos hablando por lo menos un cuarto de hora, o más. El presidente quería saber qué pensaba yo sobre la política migratoria de su país, o sobre los aranceles a México. Le dije la verdad, pero como es larga de contar no la repetiré aquí. En el fondo me sentí halagado por su interés. Y, debo reconocerlo, me vine un poco arriba. Lo reconvine por lo que estaba haciendo con los móviles esos chinos o japoneses que son infinitamente más baratos que los iPhones y funcionan igual o mejor, en mi opinión. Traté de explicarle que si la gente no puede actualizar el Facebook, el Twitter y el Instagram, por poner tres ejemplos aleatorios, podría producirse una revolución mundial de consecuencias incalculables. Le expliqué, exagerando un poco, que la Revolución francesa empezó por algo parecido, y mira tú cómo terminó. Vamos, que le metí un poco el miedo en el cuerpo. Me escuchó con atención, y eso es de agradecer. No sé si al final me hará caso, la verdad.

 

No hace falta añadir —pero lo añadiré— que cuando terminó la conversación ya no me puede dormir. Empecé a darle vueltas en la cabeza a la llamada, a las palabras del presidente, a su forma de hablar y a muchas cosas más que no terminaba ni termino de explicarme.

 

Por ejemplo, no me explico cómo pudimos entendernos si el presidente de EE UU solo habla inglés y yo solo hablo español y un poco de latín comercial, ya muy olvidado. No me explico tampoco cómo consiguió mi número de teléfono. Y hay más cosas inexplicables. Por ejemplo, recuerdo que me dijo: «Al habla Abraham Limcoln, presidente de los Estados Unidos de Norteamérica». Pero, como mucha gente sabe, el presidente actual de esa nación no se llama así, sino Donald Nosequé. Luego hubo otras cosas que me resultaron incongruentes, por no decir sospechosas. Por ejemplo, la cuestión del acento al hablar. El presidente tenía un deje así como de Murcia. Decía expresiones impropias de la lengua de Shakespeare, aunque a estas alturas esté ya muy devaluada. Es más, yo diría que hablaba con el acento de mi pueblo, y más concretamente el acento de la calle Mayor de mi pueblo, que es un acento fácilmente reconocible desde que Menéndez Pidal hizo los primeros estudios serios sobre el Mío Cid.

 

La cuestión es que me he quedado con la mosca detrás de la oreja. Y ya no sé si son imaginaciones mías o una paranoia absurda. Es más, si me pongo en lo peor, yo diría que esa voz se parecía mucho a la de mi amigo Raimundo, que está insoportable desde que rompió con su última novia por «mi culpa» (eso dice él). En fin, no quiero pensar mal, pero los refranes son muy sabios y hay uno que dice «piensa mal y acertarás».