Razones para no leer "El Quijote"

Hace unos días me encontré a Sancho Panza en persona en el cajero automático de una sucursal bancaria de cuyo nombre no quiero acordarme. Estaba muy cambiado desde que intervino en la novela de Miguel de Cervantes como coprotagonista con Alonso Quijano, alias don Quijote. Había adelgazado muchísimo, vestía traje con corbata roja, pelo engominado y un maletín de polipiel. Sin embargo, lo reconocí inmediatamente. Supuse que su cargo de gobernador de la Ínsula Barataria estaba en el origen de tan llamativa transformación.

 

Una oportunidad como esta —pensé— no se presenta todos los días. Por eso decidí seguirlo a cierta distancia y esperar el momento propicio para entablar una conversación literaria a la par que distendida. Al principio me limité a caminar detrás de él y observarlo. Tan ensimismado estaba yo que no me percaté de que caminaba apenas un metro y cuarto por detrás de Sancho Panza y, claro, terminó por darse cuenta de mi presencia. Por eso, seguramente, apretó el paso y a punto estuve de perderlo. Pero yo fui jugador de béisbol en el colegio de los frailes carmelitas y todavía mantengo cierta forma física.

 

Terminamos corriendo como alma que persigue el diablo, hasta que Sancho se detuvo en seco y se volvió hacia mí. «Haga el favor de no seguirme más», me gritó muy cabreado. Le precisé que no lo estaba siguiendo, sino simplemente observándolo a corta distancia. Y le confesé que lo había reconocido y me había hecho mucha ilusión charlar un rato con él. Me inventé una mentirijilla inocente y le conté que era corresponsal de El Diario Vasco y deseaba hacerle una entrevista para mi periódico. Me juró y perjuró que él no era Sancho Panza, sino que se llamaba Paco y no había leído El Quijote en su vida. Naturalmente, no lo creí. ¿Hay alguien que no haya leído este libro en su vida? Los personajes de novela es que saben mentir muy bien.

 

Para demostrarle que yo era inofensivo y empático, le confesé que yo era amante de los refranes, como él, y le recité un par de ellos que estaba seguro que no conocía: «Que cada perrico se lama su pijico», y «Noches de desenfreno, mañanas de Ibuprofeno». Fingió que no le hacían ni puñetera gracia, pero era puro disimulo, lo sé. Fue en ese momento cuando creo que metí la pata. Le pregunté por su relación íntima con don Quijote y quise saber si lo que sentía por él era admiración o había algo más: sentimiento amoroso, deseo sexual, pasión arrebatadora, frenesí contenido y varios conceptos más que acababa de leer en un libro de Freud sobre la interpretación de las siestas. Entonces Sancho se puso violento, intentó golpearme con el maletín y me dio un empujón que casi acaba con mis huesos en el suelo. Y, claro, me defendí como pude y le solté un bofetón sin querer y le di una patadita de nada en semejante parte, es decir, en la entrepierna o partes pudendas. Pero Sancho, que es tan histriónico en la ficción como en la realidad, se tiró al suelo y empezó a retorcerse de dolor y a pedir auxilio. Y en esto que se acercaron seis o siete personas de distinto sexo que empezaron a grabar con sus móviles, y uno más feo que Picio llamó a la policía.

 

En fin, lo que ocurrió inmediatamente después ya no es interesante, así que haré una elipsis, porque me encantan las elipsis y no cobro por palabras. Cuando me soltaron del calabozo de la Comisaría Norte, después de declarar ante el juez, me dolía la espalda, la cabeza y el amor propio; esto último es lo que más me dolía. Me hicieron firmar mil docmentos por duplicado, me tomaron las huellas y me dieron la dirección de un Centro Médico especializado en no sé qué trastornos absurdos. Pero en cuanto llegué a mi casa hice una  hoguera en el patio, quemé todos los documentos y eché al fuego los 6 o 7 ejemplares de El Quijote que tengo en casa, uno de ellos firmado por el autor, al que me encontré hace unos años en un sex shop.

 

Sinceramente, creo que esa novela está sobrevalorada, ahora me doy cuenta. No es para tanto. Es más, el papel de Sancho en el libro es un papel secundario, siempre a la sombra del protagonista. Me gusta más Antonio Banderas haciendo del Zorro, o Gracita Morales haciendo de empleada del hogar («Tanto Luci, tanto Luci, y se llamaba Luciana…»). Donde esté el cine, que se quite la literatura universal.