Hace ahora cinco años estaba yo firmando ejemplares en una feria del libro cuando se acercó un joven muy simpático que me pidió consejo para ser escritor. En otras circunstancias le habría dado alguna excusa vaga, como por ejemplo que había mucha gente esperando para que le firmara el libro, y me habría quitado el marrón de encima. Pero lo cierto es que aquel joven era el único lector que había venido en toda la tarde y sospechaba yo que no vendrían muchos más, por no decir ninguno, como así ocurrió. Además, por alguna extraña razón se me vino a la mente el sufrimiento de su madre cuando conociera la vocación del chico; el desengaño de su posible novia; el desencanto de su futura esposa; la vergüenza que pasarían sus potenciales hijos en el colegio cuando les preguntaran por la profesión del padre… En fin, en esas cosas de la vida cotidiana de un escritor. Así que lo miré de hito en hito y le respondí, por hacerle un favor:
«¿Está usted seguro de lo que dice? Piénselo bien, joven, y no sea insensato. ¿Está dispuesto a pasarse horas y horas firmando ejemplares bajo el tórrido sol de verano o el frío helador del invierno? ¿Está dispuesto a vivir en los aeropuertos más que en su casa? ¿Está dispuesto a recorrer el mundo dando conferencias y no ver a sus hijos más de año en año? ¿Está dispuesto a tener tanto dinero que le salgan amigos de debajo de las piedras? ¿Está dispuesto a que la gente lo pare por la calle para hacerse fotografías y no lo dejen ni tomarse una cerveza con tranquilidad? ¿Está dispuesto a pasarse media vida en los platós de televisión hablando de su último libro?, ¿a inaugurar calles con su nombre cada dos por tres? ¿Está dispuesto a que las mujeres se lo disputen por sus méritos literarios y los hombres por su dinero en vez de por ser una buena persona? ¿Está dispuesto a tener que medicarse para el estrés, la ansiedad y el agotamiento crónico? ¿Está dispuesto a terminar alcohólico como Ángel Vázquez?, ¿a suicidarse como Virgina Wolf?, ¿a pasar sus últimos años en un psiquiátrico como Leopoldo Panero?».
Mi discurso fue in crescendo hasta que decidí poner freno a mi verborrea por miedo a que el joven se echara a llorar y no comprara mi libro. Le di una palmadita en el hombro y le pregunté a qué se dedicaba. Me dijo que estaba preparando unas oposiciones para Hacienda, pero que no tenía vocación. «La vocación no nace —le dije—, sino que se hace dentro de uno». Y le puse varios ejemplos algo rebuscados, esa es la verdad. Y él me escuchó muy atento.
Cinco años después, es decir, el lunes pasado, tuve que presentarme en una oficina de Hacienda para hacer mi declaración anual. Cuando me llegó el turno, me senté en la mesa que me correspondía y me encontré enfrente a aquel jovencito al que había conocido y aleccionado en la feria del libro. Me hice el despistado, por supuesto, pero él me reconoció inmediatamente, a pesar de que tengo muchas más canas y he cambiado de gafas. «Don Luis —me dijo—, qué alegría volver a verlo. No se imagina cuántas veces he pensado en aquellos consejos tan sabios que me dio. Creo que usted me abrió los ojos». Yo, por supuesto, le hice creer que no me acordaba muy bien de los consejos, aunque su cara me resultaba vagamente familiar. Hablamos un rato, sin mucho entusiasmo por mi parte.
Cuando me pidió el número del DNI para hacer la declaración, empezaron a temblarme las piernas y una vergüenza en forma de rubor me subió desde el ombligo hasta la frente. En realidad, mis ingresos anuales son tan escasos que ni siquiera tengo obligación de declararlos, pero lo hago porque me suele salir a devolver dos o tres euros, que siempre me vienen padrísimo.
El caso es que viendo que aquel joven tan simpático iba a descubrir la verdad, mi verdad, me llevé la mano derecha al brazo izquierdo, luego al corazón y fingí que sufría un infarto de miocardio. Para ser justo debo decir que me salió muy bien, modestia aparte. Acudieron tres o cuatro personas a auxiliarme y en menos de diez minutos estaban allí los de la ambulancia con todo el equipo. Hay que reconocer que esto funciona muy bien en este país, aunque los escritores pasen un poquito de hambre.
En el hospital, la verdad, todo muy bien. La médico, simpatiquísima. Las enfermeras, geniales. Incluso los camilleros. Ya, de paso, aproveché para hacerme un chequeo y me han sacado el colesterol alto. Y eso que no pruebo apenas el embutido, porque está carísimo. Pero lo negativo de esta experiencia es que ahora no me atrevo a pedir otra vez cita para la declaración del IRPF. Y pagarle a un asesor me puede costar más de cincuenta euros, siendo optimista. Y, la verdad, en la cuenta bancaria no creo que tenga más de diez o doce euros, tirando por lo alto. Bueno, y algunos céntimos, que todo cuenta.
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