Cosas veredes

Definitivamente, odio los teléfonos móviles. No me gusta eso de que te puedan localizar a cualquier hora de la noche o de la madrugada para preguntarte cuándo vas a volver a casa o interrumpir una conversación interesante con un desconocido. Es que esas llamadas te pueden amargar la noche, como me ha ocurrido más de una vez. Incluso costarte el divorcio.

 

Por ejemplo, la otra noche conocí a un tipo en una taberna muy chula a la que voy siempre que hay fútbol, porque allí no hay televisión y la gente se limita a beber cerveza y hablar, que es para lo que originariamente estaban pensadas las tabernas muy chulas. Pues resulta que se me acercó un tipo, se sentó a mi lado en la barra y me preguntó si conocía la Teoría de las Multiplicidades. Le dije que sí, naturalmente, y enseguida nos pusimos a hablar de Bernard Rieman y su concepto de multiplicidad matemática. De ahí pasamos ­—como no podía ser de otra manera— a Gilles Deleuze y su libro Capitalismo y esquizofrenia, escrito en colaboración con Félix Guattari. La conversación estaba más que interesante cuando el tipo aquel, al que se le olvidó decirme su nombre, se disculpó y fue al servicio para aliviar la vejiga. Es lo que suele pasar cuando bebes cerveza y hablas de multiplicidades a la vez.

 

El caso es que, mientras aquel caballero sin nombre miccionaba, sonó el teléfono móvil sobre la barra de la taberna. Y, claro, cometí el error de mirar la pantallita y contestar, después de leer el nombre de «Pili» en blanco sobre fondo negro. «Dime, Pili», respondí. «¿Dónde estás, si puede saberse?», me preguntó Pili con cajas destempladas. «Estoy en una taberna muy chula tomando unas cervezas con un amigo». «¿Qué amigo?». «Es que no me ha dicho el nombre, pero ahora cuando vuelva del servicio se lo pregunto». «Sí, claro, y yo soy la reina Cleopatra». Estuve a punto de hacer un chiste con su comentario, pero me contuve para no empeorar las cosas. «Seguro que estás emborrachando a alguna pelandrusca para llevártela a la cama», continuó Pili sulfuradísima. «Que no, que no, que estoy con un tipo megasimpático». «Pero ¿tú te has creído que yo me chupo el dedo? Además, es que no has ido a recoger a tu hijo después del entrenamiento, y el pobre está desconsolado. Dice que su padre es un borracho». «¿De verdad ha dicho eso?». «Te lo juro». «¿Y cómo le permites hablar así de su padre?». «Tú te lo has buscado. ¿Cuándo vas a venir?». «En cuanto me termine la cerveza, palabra de honor». «Me vas a matar de un disgusto. Ha llamado tu padre llorando porque hace una semana que no vas a verlo». «Bueno, tengo que dejarte, Pili», dije ante el cariz que estaba tomando la conversación. Y corté la llamada. Enseguida me arrepentí de haberla dejado con la palabra en la boca, pero ella se lo había buscado. Y lo peor de todo es que me cortó el rollo y se me fueron las ganas de tomarme otra cerveza.

 

Cuando el tipo aquel volvió del servicio y me preguntó si nos tomábamos la penúltima le dije que no, cosa que no hacía desde que era joven y pretendía morir viejo. Me despedí apresuradamente de él y me marché a casa maldiciendo los teléfonos móviles y las llamadas inoportunas. Y por el camino, mientras ataba cabos, empecé a caer en la cuenta de que mi padre murió hace diecisiete años y que yo no tengo ningún hijo, sino una hija. Es más, mi esposa me abandonó hace dos años y pico precisamente por volver a casa a las tantas y decirle que venía de una taberna muy chula. Ella siempre creyó que mentía. Además, mi exmujer ni siquiera se llama Pili. Es más, esa noche yo no llevaba el teléfono móvil encima porque se me había caído la noche anterior al inodoro de una taberna regular de chula y lo tenía metido en arroz por si podía recuperarlo. Vamos, que lo más probable es que el teléfono fuera de aquel tipo tan simpático que conocía al dedillo la Teoría de las Multiplicidades y que debió de dejarlo sobre la barra para que no se le cayera al inodoro. «Cosas veredes, amigo Sancho, que non crederes», que dijo no sé quién una vez.