Hace diez años conocí en una playa de Lanzarote a una mujer que me contó la historia más sorprendente que había oído jamás. Se llamaba Martina, era chilena y tenía unos sesenta años.
Estaba yo sentado frente al mar cuando a pocos metros de mí escuché llorar a una mujer. No era un llanto en sentido estricto, sino más bien un moqueo constante acompañado de suspiros intermitentes. Sin moverme del lugar en que estaba le pregunté si se encontraba bien y me respondió que sí, que era solo nostalgia. Me acerqué y le ofrecí mi pañuelo Guasch con mis iniciales bordadas en azul oscuro. Me senté a su lado y estuvimos hablando un rato largo hasta que Martina me contó el origen de su llanto.
Treinta y cinco años atrás Martina había ido de viaje de novios a Lanzarote. La primera mañana que bajaron a la playa, su reciente esposo decidió alquilar una tabla de surf y echarse al mar. Al parecer era aficionado a los deportes acuáticos y estaba en forma. Pero al cabo de una hora el marido no había regresado. Martina, angustiada por la ausencia, avisó a la policía. Lo estuvieron buscando durante el resto del día, pero no apareció. Lo buscaron en los días siguientes y, al cabo de una semana, lo dieron por desaparecido y luego por muerto. Pero la historia no acaba ahí.
Martina volvió a Chile, aprendió a tejer y destejer para aliviar las penas y rehízo su vida con mucha dificultad y dolor. Y, aunque tuvo algunos pretendientes, no volvió a casarse. Sentía como que traicionaba la memoria de su esposo muerto, me confesó. Cada año, volvía a la playa de Lanzarote y ponía flores en el lugar donde lo vio por última vez. En el hotel, justo frente a la playa, ya la conocían, porque año tras año repetía el mismo rito. Hasta que treinta años después el marido regresó con la tabla de surf como si no hubiera ocurrido nada, entró en el hotel y, sin dar explicaciones, preguntó por su esposa. Por supuesto, los empleados se quedaron atónitos porque conocían la historia, que había pasado de unos a otros durante tres década. Por eso no fue difícil localizar a Martina, que vivía en Valparaíso.
La historia es mucho más larga, pero para abreviar contaré que después del reencuentro Martina y su esposo comenzaron su vida de recién casados con treinta años de retraso. Para entonces el esposo había engordado 30 kilos, padecía alopecia galopante y tenía problemas de próstata, lo que lo obligaba a levantarse una media de cinco veces en la noche para ir al baño. Además, tenía la fea costumbre de orinar con la tapa del inodoro bajada, tirar los calzoncillos sucios en cualquier rincón, comer con la boca abierta y hacer gárgaras a las seis de la mañana, incluso en días festivos. Así que al cabo de unos meses, Martina le pidió el divorcio y él lo aceptó sin pedirle explicaciones. Desde entonces, a pesar del desengaño, Martina había seguido viajando a Lanzarote cada verano, como si sintiera nostalgia de aquel hombre con el que se casó un día lejano.
Me lo contó sin llorar, tranquila, como si estuviera hablándome de lo que había cenado la noche anterior. Luego me invitó a tomar un pisco sour en el hotel donde había pasado su luna de miel. Mientras el camarero nos servía, ella se disculpó y entró en el baño. Al cabo de una hora, viendo que no regresaba, se lo conté a una camarera y fue a buscarla, pero Martina no estaba en el baño. Y nadie la había visto salir. No sabía yo si llamar a la policía. Al final fui prudente y decidí esperar. Volví a la cafetería del hotel a la mañana siguiente, a la misma hora. Así durante seis días. Al cabo de una semana tuve que marchar de Lanzarote y ya no supe más de Martina. No obstante, cada vez que voy a Lanzarote, más o menos una vez cada dos años, me siento en aquella cafetería del hotel y pregunto si alguien ha visto a Martina. Hasta ahora no he tenido suerte, pero es que aún no han pasado treinta años.