Testamento vital

Antes de que empieces a leer, quiero advertirte de que lo que a continuación voy a contar no es ficción ni literatura ni producto de mi imaginación calenturienta. Ciertos detalles de esta historia podrían herir la sensibilidad de algunas personas y resultar de mal gusto.

 

En marzo de 2009 pasé dos noches en un calabozo de la Comisaría Norte de Alicante por razones que ahora no vienen a cuento. Estaba yo dando una clase de Latín cuando se presentaro en el aula unos policías de paisano y me detuvieron. Entré en los calabozos con mi cartera de profesor, mi chaquetón de cuero marrón oscuro y un chaleco gris muy elegante que me había comprado para la boda de una amiga. Por estas casualidades de la vida, el agente encargado de recoger y almacenar mis pertenencias había sido alumno mío años atrás y me reconoció enseguida. Le tuve que entregar el móvil, la cartera y el cinturón (para que no me ahorcara). Apenas pudimos hablar, pero me dio algunos consejos apresurados de supervivencia que le agradecí.

 

Me metieron en un calabozo con otro presunto delincuente y al entrar comprendí que mi compañero de celda había contemplado todo el espectáculo como si fuera una performance. Por la conversación en susurros con mi exalumno debió de suponer que yo era un habitual de las comisarías; y por mi cartera y mi chaquetón de Massimo Diutti dedujo que era político o narcotraficante. Cuando me preguntó a cuál de las dos actividades me dedicaba, decidí la opción de narcotraficante porque me pareció menos manida. Así que para él yo era un narco reincidente, o algo así.

 

Aquel tipo tenía unos cuarenta años. Me contó que lo habían detenido por robar un camión articulado con no sé cuántas toneladas de melones o sandías, no me acuerdo bien. Desde el primer momento me quedó claro que pretendía impresionarme. Cuando vio que yo era muy reservado para hablar de mi profesión con un desconocido, empezó a relatarme su largo historial delictivo. Durante casi dos días, excepto las horas de sueño, me estuvo explicando con detalle cómo robar un camión, un coche fúnebre, una ambulancia, un furgón de policía, una atracción de feria, un almacén de herramientas, una farmacia, una perfumería… Debo reconocer que me impresionó su currículum.

 

De vez en cuando yo salía de la celda para hacerme retratos de frente y de perfil, para estampar mis huellas digitales en unas fichas policiales ad hoc e incluso declarar en presencia de mi abogado, David, que era de Elda y veraneaba en El Campello. Y en una de estas salidas mi exalumno se acercó para interesarse por mí. Le dije que estaba razonablemente bien, aunque abrumado por las historias de mi compañero de celda. «¿Quién?, ¿el Pompas?», me preguntó. «Ni puto caso. Miente más que habla». Ante mi sorpresa, me confesó que el Pompas estaba detenido por necrofilia y, además, era reincidente. Al parecer, el Pompas trabajaba en un tanatorio y era experto en tanatopraxia, es decir,  maquillaba cadáveres. Y, aprovechándose de ciertos privilegios que le proporcionaba su profesión, era aficionado a quedarse a solas con los cadáveres y practicaba ejercicios sexuales de los más variado. Los detalles de aquellas prácticas necrofílicas no los llegué a preguntar, pero me puedo hacer una idea, porque tengo mucha imagianción.

 

En una de las ocasiones en que me devolvieron a la celda, el Pompas ya no estaba. Y cuando salí de allí me olvidé pronto de él. Ocho o nueve años después fui a un tanatorio de Benidorm para darle el pésame a un amigo cuyo padre había fallecido. Al entrar me encontré al Pompas en el aparcamiento. Fumaba y miraba a todos lados, nervioso, como vigilando. Por supuesto, no le dije nada. No llegué a saber si estaba trabajando allí o si se dedicaba a merodear para aprovechar un descuido y plantarse frente a una de las peceras mortuorias como si fuera la cabina de un sex shop o la pantalla de cine de una sala porno.

 

Al día siguiente de aquel encuentro, fui al notario de la calle París, paralela a El Corte Inglés, para redactar un Documento de Voluntades Anticipadas en el que manifestaba mi deseo de ser incinerado (después de morir, por supuesto) y que no velaran mis restos en ningún tanatorio o local del estilo. Me costó 52,30 euros el dichoso documento, todo hay que decirlo, pero los pagué con gusto, ya lo creo.