Una vez me enamoré perdidamente de una mujer a la que le gustaba el fútbol. Cuando digo «le gustaba», quiero decir que era una fanática, una entusiasta, una apasionada, una loca del fútbol. Veía fútbol a todas horas, iba a todos los partidos del equipo local, coleccionaba autógrafos de futbolistas, cromos, selfies con titulares y reservas.
Se pasaba todo el día hablando de fútbol. Cuando terminaba de trabajar, se iba al bar de la esquina y estaba hablando de fútbol con los paisanos hasta las tantas. Los fines de semana se subía a casa a un montón de amigotes tripudos a ver los partidos. Y allí estaba yo sirviendo cervezas con resignación, fregando vasos, vaciando ceniceros y luego soportando sus discusiones a gritos sobre las jugadas conflictivas del partido hasta que se hacía de día. Pero yo estaba perdidamente enamorado.
Y seguí igual de enamorado, o más, cuando me regaló una camiseta del Recreativo de Huelva por mi cumpleaños, un balón del Mundial de Fútbol por el Día de los Enamorados, una Historia del Fuera de Juego en el Día del Libro, o un banderín de córner del campo del Arsenal cuando cumplimos un año de enamorados perdidos.
Pero un día que me cabreé mucho porque entró en el salón con el suelo recién fregado, me dio tanta rabia que le dije: «Odio el fútbol». Y, ante su estupefacción, eché más leña al fuego y añadí: «Que te enteres que me encanta el waterpolo». Creo que ahí fue cuando nuestra relación empezó a ir mal, tirando a muy mal.
Qué ciegos somos a veces los hombres. Una semana después la pillé en la cama con un delantero centro del equipo local. Otro día, con el defensa del equipo visitante. Al mes siguiente con el entrenador de no sé qué equipo; con un utillero, con un masajista y, eso ya fue el colmo, con un portero; pero no con un portero de fútbol, sino con el portero de nuestro edificio. Eso sí que me dolió. Me dolió tanto que le dije que estaba enamorado del entrenador de la Selección Española de Waterpolo. Pero era mentira, ni siquiera sabía cómo se llamaba ese señor. Lo dije por despecho, para herirla. Y al día siguiente, o a los dos días, no sé, me abandonó: metió sus cosas en una maleta y se marchó de casa. Solo dejó una nota de despedida que decía «Adiós», sin dar explicaciones del motivo de su decisión. Pero yo sé que fue por lo del entrenador ese de waterpolo, que no sé ni qué cara tenía.
Tardé mucho tiempo en recuperarme de aquel desengaño amoroso. Llegué incluso a aficionarme al fútbol. Me hice socio del equipo de mi pueblo. Pasé muchos domingos por la tarde en el bar de la esquina bebiendo cerveza sin gluten y viendo los partidos en el Canal Plus. Luego cerró el bar y seguí viendo los partidos en casa. Hasta que a los dos o tres años conocí a una chica maravillosa a la que le gustaba el baloncesto. Cuando digo «le gustaba», quiero decir que era una fanática, una entusiasta, una apasionada, una loca del baloncesto. Pero, en fin, esa es otra historia que al final tampoco acabó muy bien.