En defensa de la calvicie

A Roberto Bolaño in memoriam

 

Cuando yo era un joven indocumentado y aspiraba a ser escritor, tuve una amante ocasional que odiaba a los artistas calvos sin distinción de disciplina artística o especialidad. Pongamos que se llamaba B.

 

Según aseguraba B, el artista calvo suele ser hombre resentido y acomplejado que mira con desprecio al artista con pelo. Su primer marido había sido un escritor calvo, y el segundo un actor de cine porno alternativo, también calvo. Me contaba que el exmarido escritor, de amplio bagaje literario y multipremidado, echaba pestes de aquellos escritores que, aun teniendo menos calidad literaria que él, alcanzaban cierta notoriedad, aunque fuera mínima. «Siempre decía que se habían vendido al mercado literario y que no eran auténticos, como él», me contó B en la intimidad del lecho, «pero en realidad lo que envidiaba era su mata de pelo». Yo, la verdad, me lo tomé más bien como resentimiento hacia sus ex. Además, por entonces yo admiraba mucho a Picasso y a William Burroughs, hasta que supe que había matado a su mujer de un tiro en la cabeza jugando a Guillermo Tell.

 

Un día llamé a B para invitarla al teatro y, cuando le dije que íbamos a ver La cantante calva, me colgó el teléfono. La llamé durante días, pero no me cogía el teléfono. Le escribí cartas, postales. Le envié telegramas. Me molestó tanto su actitud irracional que me afeité la cabeza. Entonces fue cuando mi carrera literaria empezó a despuntar: publiqué novelas, relatos, gané premios literarios. Me distancié de los escritores melenudos, piojosos, advenedizos y oportunistas la mayoría. La vida me sonreía. Y así durante algunos años, hasta que me cansé de la rasuradora, de las navajas de afeitar, del acicalado diario y las irritaciones cutáneas. Ser calvo es una esclavitud, de verdad. Así que volví a dejarme crecer el pelo por pura pereza. Cuánto me arrepiento ahora.

 

Desde entonces, no he vuelto a ganar un solo premio literario. Me han rechazado media docena de novelas y los editores, que antes me invitaban a comer en restaurantes caros, no responden a mis llamadas. Ahora miro con envidia a los artistas calvos y maldigo a los melenudos, sean músicos, escritores o actores y cuento las horas, los minutos y los segundos para que abran la barbería de mi barrio, adonde acude una legión de aspirantes a artista a los que alguna Musa —pongamos que se llame Musa B— no ha tratado muy bien.