Poesía independiente

Hubo una época breve de mi vida en que fui poeta alternativo sin saberlo. En realidad yo escribía un párrafo en prosa, luego desordenaba las frases y las convertía en versos, sin puntuación, sin rima, ni ritmo, por supuesto.

 

Una vez mi amigo R, que también era poeta, me preguntó si yo quería ser poeta independiente, además de alternativo. Entonces le pregunté qué era un poeta independiente y me contó que era aquel poeta libre, ajeno a los círculos herméticos de poetas comerciales, que no publicaba en editoriales convencionales ni se sometía al yugo de las modas poéticas. Bueno, dijo algunas cosas más que no llegué a entender. Y cuando le pregunté por alguna editorial convencional de poesía no supo responderme.

 

Los poetas independientes se reunían en la cafetería Ipanema cada primer jueves de mes no festivo, a eso de las 9 de la noche. Eran ocho. Ninguna chica. Mi amigo me presentó como una joven promesa de la poesía alternativa e independiente. Lo primero que me sorprendió fue que no habían oído hablar de Walt Whitman, Baudelaire, Cavafis, Pessoa. Es más, no habían leído a más poetas que a ellos mismos y a Luis Eduardo Aute. Me invitaron a leer un poema, así que saqué mis obras completas, que llevaba escritas en un trozo del papel en el bolsillo, y recité con la voz de Paco Umbral algo así como: «Solo una camilla grande / los que están en las cárceles / además una silla de ruedas / lo único que deseaba era follar». Aplaudieron a rabiar.

 

Luego echaron pestes de la poesía comercial, de los poetas comerciales, de las editoriales comerciales y del comercio en general. Fue muy emocionante. Por último hubo una lluvia de ideas para tomar medidas drásticas y contundentes contra la deriva que estaba tomando la poesía a finales del siglo XX. Entonces yo, que me había venido arriba, pedí la palabra y propuse darle fuego a una librería comercial y poner una bomba en la casa de algún poeta comercial que no tuviera alarma ni perro. No sé por qué lo propuse. Me salió así y ya está, pero no la pensaba de verdad.

 

Enseguida me aclamaron y empezaron a votar qué librería quemar y qué casa de poeta volar por los aires. Cuando quise parar aquel despropósito, el asunto ya se me había ido de las manos. Como se hizo muy tarde, dejamos la votación para el siguiente jueves. Pero me asusté de mi propio poder de convicción y ya no volví a ninguna reunión. Incluso dejé de ir a clase para no cruzarme con R. No fui a los bares. No salí los fines de semana. Suspendí todas las asignaturas por no presentarme a los exámenes. Y, mientras, cada día escuchaba las noticias de la radio local con la respiración contenida por si hablaban de algún incendio en una librería o de alguna bomba casera. Por suerte eso no ocurrió. Supuse que sin mi presencia el entusiasmo de los poetas independientes se habría enfriado. Fue un alivio.

 

Años después coincidí con R en un instituto de enseñanza en el que ambos dábamos clase. Nos alegramos mucho de vernos, pero nunca hablamos de aquella reunión innombrable en la cafetería Ipanema. En realidad, de lo que siempre hablábamos era de poesía: Calderón, Góngora, Quevedo. Pero al final dejé de sentarme con él en la sala de profesores porque siempre se quejaba exageradamente del desprecio, rechazo y abominación que los alumnos sentían por los autores que él les explicaba con tanto entusiasmo a la par que profesionalidad. Y R acababa diciendo a modo de sentencia: «La incultura y la insensibilidad poética es el motor de los nuevos tiempos».