A mí antes me gustaba sacar por las noches al perro de mi amigo Padilla y así aprovechaba para estirar las piernas. Sin embargo, hace más de dos años que dejé de hacerlo. La culpa de mi renuncia a esta costumbre tan sana la tiene un vecino que también sacaba a pasear a su perro a la misma hora.
Resulta que cada noche me encontraba a este vecino en el mismo sitio y a la misma hora, como si me estuviera esperando. Y cada noche lo saludaba de la misma manera: «¿Cómo estás?». Y ahí empezaba mi calvario. El vecino decía, por ejemplo: «Bueno, regular, porque me han hecho unos análisis y resulta que me han sacado velocidad en la sangre y como tengo problemas de circulación me están saliendo unas ronchas en la piel que no me dejan dormir, aunque lo peor es por la mañana, porque se me enrojece todo y no me puedo poner ni la ropa, así que ya ves, si lo de las varices no fuera poco ahora tengo que comprar unas cremas que tienen cortisona y me están produciendo un estreñimiento que ya me está afectando al riñón, y eso no es lo peor, porque el nervio ciático me está amargando la vida…».
En fin, no lo puedo contar todo porque fueron varios años de explicaciones que solían durar entre dos y tres horas. En cuanto le decía «¿Cómo estás»?, mi vecino empezaba con su catálogo de males. Intenté cambiar la frase de saludo: «¡Buenas noches!», «¡Hola!», «Hellow!» —incluso en chino y polaco lo intenté—. «Bonita noche para escuchar a la chicharra». «¡Qué silencio más maravilloso hay esta noche!». Pero daba igual: dijera lo que dijera, mi vecino empezaba a contarme su historial médico del día. A veces, cuando ya pasaba el camión de la basura, mi vecino atinaba a preguntar: «¿Y tú que tal?». Y nunca me daba tiempo a decir nada, porque los camiones de la basura de este barrio son muy ruidosos.
Una noche, estresado por tanta farmacopea y achaques, esperé pacientemente a que terminara su catálogo de dolencias para decir: «Bueno, me tengo que ir, que mañana me hacen una revisión en el hospital y debo madrugar». Entonces él, casi por compromiso, me preguntó: «¿Te pasa algo». Y yo le respondí que tenía un cáncer de pulmón incurable y que me habían dado una esperanza de vida de tres semanas. El vecino me miró de arriba abajo y empezó a decir: «¡Uy!, tú ni caso, que los médicos se equivocan muchísimo, que a mí una vez me dijeron que me quedaban seis meses de vida por un melanoma que se me había extendido al escroto y, mira, ya han pasado dos años y aquí estoy…». Me marché y lo dejé con la palabra en la boca. Lo último que oí, ya al otro lado de la calle, fue: «Bueno, ánimo y que no sea nada».
Desde entonces dejé de pasear al perro de mi amigo Padilla y me paso las noches en casa comiendo langostinos cocidos, que me encantan, y viendo programas de coches tuneados, que son la caña, hasta la madrugada, porque soy insomne desde los nueve años. Lo malo es que el sedentarismo, las malas posturas en el sofá y los langostinos cocidos me han provocado algunos problemas de salud que me están empezando a preocupar: tengo las transaminasas altísimas, el colesterol por las nubes, fatal el ácido úrico, el calcio, el hierro, la bilirrubina; tengo más de 7 millones/mm3 de hematíes, altísima la hemoglobina… Y eso por no hablar de los hematocritos, los linfocitos, los neutrófilos, los eosinófilos, los triglicéridos. Y lo peor de todo es que no se lo puedo contar a mi amigo Padilla, para desahogarme un poco, porque desde que dejé de pasear a su perro ya no me habla.