Del amor y otros hechizos

Me ocurren cosas sorprendentes con cierta frecuencia. Es decir, mientras me están ocurriendo no me parecen sorprendentes, pero luego, cuando las cuento suenan extravagantes, cuando menos. Por ejemplo, hace muchos años una paloma se enamoró de mí y, a pesar del tiempo transcurrido, sigo recordándola y manteniendo cierto cariño que no me atrevo a llamar «amor». La cosa ocurrió de la siguiente manera:

 

Un amanecer, mi amigo Raimundo y yo habíamos salido de fiesta y habíamos bebido un poco. En realidad, el que había bebido era Raimundo, porque yo apenas pruebo el alcohol más allá de la cerveza sin gluten. El caso es que Raimundo iba bastante perjudicado, así que me ofrecí a acompañarlo a casa, no fuera a perderse en el camino, como ocurría con cierta frecuencia. En un momento dado, Raimundo se sentó en un banco porque no podía caminar, y yo me senté a su lado. A los dos minutos, Raimundo se quedó dormido y a mí me dio lástima despertarlo.

 

En esas estábamos, cuando una paloma se posó a pocos metros de nosotros y me saludó por mi nombre y primer apellido. Como es natural, me quedé perplejo y le pregunté cómo sabía quién era yo. Entonces, la paloma me confesó que se llamaba Micomicona y era una princesa convertida en conlúmbida por un encantamiento maléfico. Al principio pensé que estaba inventándoselo todo, pero su explicación fue muy convincente.

 

La princesa Micomicona, era hija de un reyezuelo antiguo muy importante, pero los enemigos de su padre le dieron un bebedizo y la convirtieron en ave columbiforme. Desde entonces había buscado por todo el planeta —excepto la Antártida y el Ártico— a un príncipe o, en su defecto, a un estudiante de filología clásica apuesto que la besara y deshiciera el hechizo. También me confesó que se había enamorado de mí hacía tiempo y desde entonces seguía mis pasos allá donde yo fuere. Me pareció tan bonito a la par que emotivo que se me saltaron las lágrimas. Me contó muchas cosas más sobre su vida en el palomar y sobre sus sentimientos hacia mí, y luego me preguntó si yo sería tan generoso de darle un beso en el pico para deshacer el maleficio. Le dije que sí, que lo haría, aunque no estaba enamorado de ella. Bueno, a esas alturas ya estaba un poco enamorado, pero no era cuestión de abrirle mi corazón a la primera paloma que se cruzaba en mi vida. Cuando fui a besarla, Micomicona voló sobre los acer pseudoplatanus —conocidos también como falsos plátanos— de la Glorieta. Supuse que huía por timidez, por pudor, por instinto, por miedo, no sé.

 

Desde entonces, cada vez que veo a una paloma le pregunto si es la princesa Micomicona, aun a riesgo de parecer un loco ante los transeúntes de las distintas ciudades del mundo. Y, además, me hice socio de la Sociedad de Colombicultura de mi pueblo, a la que pago mis cuotas religiosamente, aunque apenas asisto a las reuniones.

 

Aquella noche acompañé a mi amigo Raimundo a su casa, pero no me atreví a contarle nada del encuentro de la paloma, por miedo a que me tachara de loco, o algo peor. Por cierto, algún día debería contar la vida de mi amigo Raimundo, que es un tipo genial. Nos conocemos desde los tres años, aunque durante mucho tiempo perdimos el contacto porque se hizo ventrílocuo y estuvo diez años actuando por los mejores teatros del mundo, incluidos los de Nueva York, con un espectáculo fabuloso. Yo creo que ha sido uno de los mejores ventrílocuos del mundo, pero hace años padeció una enfermedad muy rara en las cuerdas vocales, por culpa de un desengaño amoroso, y entonces dejó la ventriloquía y abrió un puesto de palomitas en el cine de mi pueblo. Y la verdad es que le va muy bien.