El gorila feliz

Hace no muchos días encontrábame yo en el aeropuerto de Alicante (España), haciendo cola para el embarque, cuando una conversación a mi espalda sobre revalorizaciones, cumplimiento de objetivos económicos, cotilleos de empresa, coches de alta gama y otros temas regular de interesantes me sacó de mi ensimismamiento.

 

Dos tipos de dicción radiofónica y “eses” perfectas y muy marcadas hablaban con cierto engolamiento sobre reflotar empresas, contratar planes de pensiones, despedir a empleados holgazanes y, sobre todo, hablaban de coches de cilindradas astronómicas con navegadores para viajar, no sé si a la Luna o al chalet del suegro el fin de semana para comer carne a la brasa hecha en barbacoa de última generación. Esto último no lo entendí bien. Dime la vuelta discretamente para comprobar si los parlantes eran ministros o secretarios de Estado, o al menos portavoces de algo, pero eran apenas dos ejecutivos agresivos con maletín y gabardina —¡En Alicante!—, algo así como modelos del catálogo del Corte Inglés, pero menos agraciados físicamente y con una ya pronunciada a la par que mal disimulada alopecia, quizá por estrés o algo peor. Entre 40 y 50 años, diría yo.

 

Como la conversación iba in crescendo, allegro ma non troppo, y habían empezado a hablar de sueldos y reparto de dividendos, púseme los auriculares de Renfe que llevo siempre encima para desconectarme del mundo cuando me da pereza la vida. Y, a pesar de todo, seguí oyendo sus voces radiofónicas. «Ostras, tú —dijo uno—, ¿has visto qué lleno va el avión?». «Sí, sí —le respondió el otro—, es que aquí viene mucha gente de empresa porque hay una Oficina de Patentes y Marcas, la única en Europa». «Ostras, ¿sí? No sabía yo esto». «Sí, sí, es muy conocida». Y entonces el segundo, el más alopécico de los dos, seguramente señalando alrededor, dijo: «Pues estos no tienen pinta de empresarios, me parece». «No, la verdad es que no —respondió el otro—, y el gorila este menos».

 

Naturalmente, el gorila al que se refería el señor incipiente era yo, el menda lerenda, porque así, visto desde fuera, con estos pelos de loco, mis 2 metros de altura y más de 100 kilos de peso en canal me acercan mucho al mono, especie de la que casi todos venimos, excepto algunos que provienen directamente del pavo real. No obstante, miré alrededor para cerciorarme y, efectivamente, la media de los que esperábamos el abordaje no superaba 1,68 metros de altura y 73,5  kilos de peso, así a bote pronto. Y, debo confesarlo, sentí un placer indescriptible al saber que el mundo de aquellos dos incipientes caballeros me veía como el primate herbívoro más grande del planeta, con un ADN con el 98% de coincidencia con el género humano, y en ocasiones más inteligente y menos encantando de haberse conocido a sí mismo. Me sentí feliz al saberme gorila (del griego γόριλλαι), mi animal favorito desde que descubrí las películas de Tarzán a los 5 años y medio. Y en la misma cola de embarque empecé a soñar que vivía en la selva, y contemplaba el mundo desde mi atalaya, y escribía historias selváticas para que empresarios-ejecutivos con estrés y adictos al Orfidal las leyeran en la casa de sus suegros y suegras, los fines de semana, mientras la esposa y la cuñada encendían la barbacoa eléctrica comprada en California (USA) a través de Amazon y se contaban los cotilleos de Piluca, la amiga androide, que había tenido una aventura con una oveja eléctrica a la que había conocido en una discoteca en la fiesta de empresa de Navidad.

 

Y me sentí un gorila feliz que es útil a la sociedad, porque los gorilas como yo escribimos entre otras cosas para hacer feliz a la gente, mientras que un infeliz solo hace más desdichado a quien tiene cerca, ya sea delante, ya sea detrás, o bien arriba, o bien abajo.